Vivir de un modo
auténtico
Las mentiras más devastadoras para nuestra autoestima
no son tanto las que decimos como las que vivimos.
Vivimos en una mentira cuando desfiguramos la realidad
de nuestra experiencia o la verdad e nuestro ser.
Así, vivo una mentira cuando finjo un amor que no
siento; cuando simulo una indiferencia que no siento; cuando me presento como
más de lo que soy, o como menos de lo que soy; cuando digo que estoy irritado y
lo cierto es que tengo miedo; cuando me muestro indefenso y lo cierto es que
soy un manipulador; cuando niego y oculto lo cierto es que soy un manipulador;
cuan niego y oculto mi entusiasmo por la vida; cuando finjo una ceguera que
niega mi comprensión; cuando pretendo poseer una información que no tengo,
cuando me río y en realidad necesito llorar; cuando paso un tiempo innecesario
con gente que no me gusta; cuando me presento como la personificación de
valores que no siento ni poseo; cuando soy amable con todos menos con las
personas que digo amar; cuando me adhiero falsamente a ciertas creencias para
gozar de aceptación; cuando finjo modestia; cuando finjo arrogancia; cuando
permito que mi silencio implique asentimiento con respecto a convicciones que
no comparto; cuando digo que admiro a una clase de persona pero duermo siempre
con otra.
La buena autoestima exige coherencia, lo cual
significa que el sí-mismo interior y el sí-mismo que se ofrece al mundo deben
concordar.
Si elijo falsear la realidad de mi persona, lo hago
para engañar la conciencia de los otros (y también a la mía propia). Lo hago
porque considero inaceptable lo que soy. Valoro cualquier idea de otro por
encima de mi propio conocimiento de la verdad. Mi castigo es que atravieso la
vida con la atormentada sensación de ser un impostor. Esto significa, entre
otras cosas, que me condeno a la angustia de preguntarme eternamente cuándo
me descubrirán.
Primero, me rechazo mí mismo; esto está implícito en
el hecho de vivir mentiras, en el de falsear la verdad de mi persona. Después,
me siento rechazado por los demás, o busco posibles signos de rechazo, para lo
cual soy generalmente rápido. Imagino que el problema se plantea entre los
demás y yo. No se me ocurre que lo que más temo de los otros ya me lo he hecho
a mí mismo.
La honestidad consiste en respetar la
diferencia entre lo real y lo irreal, y no en buscar la adquisición de valores
mediante el falseamiento de la realidad, ni la consecución de objetivos
pretendiendo que la verdad es distinta de lo que es.
Cuando intentamos vivir de una manera poco autentica,
siempre somos nuestra primera víctima, ya que, en definitiva, el fraude va
dirigido contra nosotros mismos.
Es obvio que las mentiras más comunes de la vida
cotidiana perjudican la autoestima: "No, no me acosté con fulano";
"No, no cogí ese dinero"; "No, no falseé los resultados de la
prueba", etcétera. La conclusión es siempre que la verdad es vergonzosa. Ese
es el mensaje que nos transmitimos a nosotros mimos cuando decimos mentiras
semejantes. Pero éste es el nivel de deshonestidad más obvio. Aquí debemos
considerar una clase de deshonestidad mucho mas profunda, tan íntimamente
vinculada (así es como lo sentimos) a nuestra supervivencia que renunciar a
ella suele ser un desafío de mucha más envergadura.
Para enviar una posible mala interpretación, digamos
que vivir auténticamente no significa practicar una sinceridad compulsiva. No
significa anunciar cada pensamiento, sentimiento o acción posibles, sin tener
en cuenta si el contexto es apropiado o no, o su relevancia. No significa
confesar verdades de manera indiscriminada. No significa dar opiniones que no
nos han pedido sobre el aspecto de otras personas, ni formular -necesariamente-
críticas exhaustivas, aunque nos la hayan pedido. No significa ofrecerse
a brindar información a un ladrón sobre unas joyas escondidas.
Por otro lado, debemos reconocer que la mayoría de
nosotros hemos sido educados casi desde el mismo día en que nacimos, para no
saber qué es vivir auténticamente.
La mayoría de nosotros fuimos criados y educados de
modo que nos era sumamente difícil apreciar la autenticidad. Desde muy temprano
aprendimos a negar lo que sentíamos, a usar una mascara, y en definitiva a
perder el contacto con muchos aspectos de nuestros sí-mismos interiores. Nos
volvimos inconscientes de gran parte de nuestros sí-mismos interiores,
en nombre de la adaptación al mundo que nos rodea.
Nuestros mayores nos empujaron a rechazar el miedo, la
ira y el dolor, porque tales sentimientos los incomodaban. A menudo no sabían
cómo responder cuando se rompía la supuesta armonía familiar. Muchos de
nosotros fuimos obligados también a ocultar (y por ultimo a eliminar) nuestra
excitación. Les ponía nerviosos. Nuestros mayores se volvían desagradablemente
conscientes de algo que habían olvidado mucho tiempo atrás. La excitación
altera la rutina.
Los padres emocionalmente distantes e inhibidos
tienden a educar hijos emocionalmente distantes e inhibidos, no sólo mediante
sus mensajes explícitos sino mediante su propia conducta, que indica al hijo
qué es lo correcto, lo adecuado y lo socialmente aceptable.
Además, puesto que en la infancia existen muchas cosas temibles, inquietantes, dolorosas y frustrantes, aprendemos a emplear la represión emocional como un mecanismo de defensa, como un medio de hacer la vida más tolerable. Aprendemos con demasiada rapidez a evitar las pesadillas. Para sobrevivir, aprendemos a "hacernos los indiferentes", como si estuviéramos muertos.
Además, puesto que en la infancia existen muchas cosas temibles, inquietantes, dolorosas y frustrantes, aprendemos a emplear la represión emocional como un mecanismo de defensa, como un medio de hacer la vida más tolerable. Aprendemos con demasiada rapidez a evitar las pesadillas. Para sobrevivir, aprendemos a "hacernos los indiferentes", como si estuviéramos muertos.
Una de las experiencias más dolorosas y
desorientadoras de la infancia, que la gente se siente impulsada a reprimir, es
el descubrimiento de que la mayoría de los adultos miente. Esto también puede
convertirse en una barrera para la comprensión y la valoración de la
autenticidad.
Oigo que mi madre me sermonea sobre las virtudes de la
honestidad, y luego oigo que le miente a mi padre. Mi padre anuncia cuánto
desprecia a alguien y luego no hace más que adular a esa persona durante toda
la cena. Veo que una profesora niega flagrantemente la verdad a otro alumno, en
lugar de reconocer que ha cometido una equivocación.
Que yo sepa, ningún psicólogo ha estudiado nunca el
impacto traumático que causa, en los jóvenes, la magnitud de las mentiras de
los adultos. Y sin embargo, cuando planteo el tema en las terapias e invito a
mis pacientes a reflexionar, la mayoría sostiene que fue una de las
experiencias más devastadoras de sus primeros años de vida.
Muchos jóvenes llegan a la conclusión de que crecer
significa aprender a aceptar la mentira como algo normal, es decir, aceptar y
admitir la irrealidad como un modo de vida.
Pero si nos entregamos a esta forma de sacrificio
mental, si nos permitimos ser gobernados por el miedo, si adjudicamos más
importancia a lo que creen los otros que a lo que nosotros sabemos que es
cierto -si valoramos más pertenecer al grupo que ser-, no alcanzaremos
la autenticidad. Para alcanzarla son necesarios el coraje y la independencia,
sobre todo cuando es tan raro encontrar esas cualidades en los demás. Pero esto
no debería desalentarnos; si las personas auténticas constituyen una minoría,
también la constituyen las personas felices; y las que gozan de una buena
autoestima; y las que saben amar.
Las personas que gozan de una alta autoestima están
lejos de gustar siempre a los otros, aunque la calidad de sus relaciones sea
claramente superior a la de las personas de baja autoestima. Como son más
independientes que la mayoría de la gente, son también más francas, más
abiertas con respecto a sus pensamientos y sentimientos. Si están felices y
entusiasmadas, no tienen miedo de mostrarlo. Si sufren, no se sienten obligadas
a "disimular". Si sostienen opiniones impopulares, las expresan de
todos modos. Son saludablemente autoafirmativas. Y como no tienen miedo de ser
quienes son, de vivir auténticamente, a veces despiertan la envidia y la
hostilidad de quines están más atados a las convenciones.
A veces, en su inocencia, se asombran de esta
reacción, y quizás se sientan heridos por ella; pero no por eso desisten de su
compromiso con la verdad. No valoran la buena opinión de los otros por encima
de su autoestima. Sencillamente aprenden que hay gente a la que es mejor
evitar.
Tratan de buscar relaciones enriquecedoras en lugar de
nocivas, en contraste con las personas de baja autoestima, que casi siempre
parecen entablar relaciones nocivas.
Las relaciones de las personas de alta autoestima se
caracterizan por un grado de benevolencia, respeto y dignidad mutua superior al
nivel medio. Los hombres y mujeres orientados hacia el desarrollo tienden a
apoyar las aspiraciones de desarrollo de los demás. Las personas que disfrutan
con su propio entusiasmo también disfrutan con el de los demás. Las personas
que practican la franqueza al hablar aprecian la franqueza en la conversación
con los otros. Las personas que se sienten cómodas diciendo sí cuanto quieren
decir sí, y no cuando quieren decir no, respetan el derecho de los otros a
hacer lo mismo. Las personas auténticas tienen amigos mejores y más dignos de
confianza, porque saben que pueden apoyarse en ellos, y porque los instan a
igualar su autenticidad.
Al ser auténticos, no sólo nos honramos a nosotros
mismos: a menudo es como un regalo para cualquier persona con la que tratemos.
Desarrollar la
autoestima de los demás
Aunque cada
uno de nosotros es el responsable último de su autoestima, tenemos la
oportunidad de apoyar o atacar la autoconfianza y el autorrespeto de cualquier
persona que tratemos, así como los demás también tienen la misma opción en sus
relaciones con otros.
Probablemente
todos recordemos ocasione en que alguien nos tratço de un modo que reconocía
tanto nuestra divinidad como la suya. Y también podemos recordar ocasiones en
que alguien nos trató como si el concepto de dignidad humana no existiera.
Sabemos bien qué diferente sensación nos dejan estas dos clases de experiencia.
Si damos la
vuelta a este ejemplo, probablemente todos recordemos ocasiones en que tratamos
a alguien con un espíritu de dignidad mutua. Y quizás recordemos otras en las
que, a causa del miedo o la ira, descendimos a un nivel de comunicación apenas
humano, en el que la dignidad perdió todo su significado. Y también sabemos de
qué modo tan diferente se viven esos dos tipos de experiencias.
Cuando
nuestras relaciones humanas tienen dignidad, las gozamos más; y cuando nosotros
manifestamos dignidad, nos gustamos más a nosotros mismos.
Cuando nos
comportamos de tal manera que acabamos elevando la autoestima de los otros,
también estamos aumentando la nuestra.
Veamos
algunas de esas maneras:
Hay ciertos
psicoterapeutas que pueden provocar un profundo impacto en la autoestima de la
gente que los consulta. Quizás practiquen orientaciones teóricas muy diversas y
empleen técnicas muy diferentes, y sin embargo en su presencia el paciente se
siente impulsado a elevar su autoestima, a medida que descubre nuevas
posibilidades de funcionamiento que antes nunca había considerado como reales.
Si
comprendemos algunas de las características más importantes del modo en que se
relacionan estos terapeutas con la gente, podremos aplicar esos principios a
nuestras propias interacciones. En este conocimiento no hay nada de esotérico.
Idealmente, debería ser accesible a todos. Mi sueño personal es que algún día
se enseñe en las escuelas.
A través de
los años muchas veces he preguntado a mis pacientes (y también lo han hecho
numerosos estudiantes) cuáles de mi conductas eran, según su experiencia, las
más provechosas para el fortalecimiento de su autoestima. Algunas de estas
conductas eran mencionadas una y otra vez. Ninguna es de mi exclusividad.
Podrán identificarlas en cualquier psicoterapeuta que sepa cómo provocar el
desarrollo de la autoestima.
Para
comenzar, tratamos a
los seres humanos con la premisa del respeto. Para mí, este es el primer imperativo de una
psicoterapia eficaz. Eso se
transmite en el modo en que saludo a mis pacientes cuando llegan al
consultorio, y en mi manera de mirarlos, de hablarles y de escucharlos. Abarca cosas como la cortesía, el contacto visual, no
ser condescendiente, no ser moralista, escuchar con atención, preocuparse por
comprender y ser comprendido, ser adecuadamente espontáneo, rechazar el papel
de autoridad omnisciente, negarse a creer que el paciente es incapaz de
evolucionar. El respeto
es constante, sea cual fuere la conducta del paciente. Con ello se transmite
este mensaje: un ser humano es una entidad que merece respeto. Un paciente para
el cual verse tratado de esta manera pueda resultar una experiencia rara o
incluso única, tal vez se sienta estimulado, con el tiempo, a reestructurar el
concepto que tiene de sí mismo.
Recuerdo a
un hombre que me dijo cierta vez: "Reflexionando sobre nuestra terapia,
creo que nada de lo que he hecho impidió que siempre me sintiera respetado por
usted. Yo hice todo lo que pude para despreciarme y considerarme un inútil.
Trataba de que usted actuara como mi padre. Pero usted se negó a colaborar. De
algún modo tuve que hacer frente a eso; al principio me resultó difícil, pero
cuando lo logré, la terapia empezó a surtir efecto." Recordé que en una de
nuestras primeras sesiones el hombre había observado: "Mi padre le
hablaría a cualquier ayudante de cocina con más cortesía que la que jamás ha
empleado conmigo".
Cuando un
paciente describe sus sentimientos de miedo, dolor o ira, no lo ayudo si le
respondo: "¡Oh, no debería sentir eso!" Un terapeuta no es un animador. Es
muy valioso (para cualquier tipo de paciente) expresar los propios sentimientos
sin tener que hacer frente a críticas, condenas, burlas o sermones. A menudo el proceso de expresión es ya intrínsecamente
reparador. Un terapeuta que se siente incómodo cuando un paciente expresa
sentimientos intensos necesita trabajar consigo mismo. Saber escuchar con serenidad y
comprensión es algo básico en las artes curativas. También es básico para la
autentica amistad, y para el amor.
Compárese
esta actitud con la de aquello amigos que, cuando alguien intenta comunicarles
emociones intensas, lo interrumpen para darle un sermón, o una serie de
consejos, o cambian de tema directamente; como si esos amigos no tuvieran
confianza en nadie, ni siquiera en sí mismos.
Considero
que una de mis principales tareas como terapeuta es crear un contexto en el que
las personas que vienen a mí puedan expresar sus pensamientos y opiniones sin
miedo al ridículo o al reproche. Pero es claro que una política semejante
no debería quedar reducida a los psicoterapeutas. Si está usted de acuerdo en
que no gana nada consiguiendo que la gente tenga miedo de hablar en su
presencia, pregúntese si ha logrado crear o no un contexto abierto. Una de
las experiencias que muchas personas esperan tener en la terapia (y también
fuera de ella) es la de ser visibles: ser vistas y comprendidas. Quizás se hayan sentido alienadas e invisibles desde la infancia, y ansían
percibirse de una forma diferente. Respeto este deseo y comprendo su
legitimidad; por ello, trato de responder apropiadamente compartiendo mis
observaciones con el paciente y proporcionándole una realimentación que le
permita sentirse visto y oído. "Me
pareció oírle decir." "Imagino que usted estará sintiendo."
"En este momento parece como si usted." "Permítame decirle cómo
entiendo yo su punto de vista.", etcétera.
Sin duda,
esto es comunicación humana, y no sólo comunicación psicoterapéutica. Todos
necesitamos la experiencia de la visibilidad y la comprensión. ¿No
deberíamos tratar de ofrecérnosla mutuamente, para que forme parte natural de
las relaciones humanas?
Los
terapeutas eficaces juzgan, pero no enjuician. Juzgan, en cuanto es obvio que evalúan unas conductas
como superiores a otras desde el punto de vista de la felicidad y el bienestar
a largo plazo del paciente. No son tan hipócritas como para pretender que
carecen de parámetros, o que o hay cosas que les gustan y otras que les
disgustan. Pero no moralizan y no tratan de cambiar una conducta provocando
sentimiento de culpa. Así, no dicen: "Solo un enfermo podría hacer
eso". O bien: "¿Sabe lo inmoral que es usted?" O: "Mientras
no reconozca que es un depravado, no podré ayudarlo". O: "Usted no es
muy inteligente, ¿verdad?"
Cuando
bombardeamos a la gente con nuestras evaluaciones de su carácter, inteligencia
y cosas parecidas, podremos intimidarla pero no ayudarla a evolucionar,
adquirir confianza o aumentar su autorrespeto. Y la alternativa de ser
moralista y juez no consiste en bombardearla con cumplidos y elogios fuera de
lugar: a menudo esto intensifica los sentimientos de minusvalía (o de
invisibilidad) en quien lo recibe, ya que sabe que el que habla no es sincero.
Podemos aprender a decir que algo o alguien nos gusta o no nos gusta, que lo
admiramos o no lo admiramos, sin calificar, atacar o alabar de un modo
irrealista. "Realmente disfruto cuando
usted.", "No me siento cómodo cuando usted.", "Me sentí
herido cuando usted.", "Me sentí inspirado por su.", etcétera.
En mi
experiencia, los buenos terapeutas son compasivos pero no sentimentales, y no
estimulan la pasividad ni la autocompasión. Muchos de mis pacientes han comentado la importancia
de esta distinción para su progreso en la terapia. Yo pregunto: "¿Qué alternativas ve para usted?",
"¿Qué cree que podría hacer para mejorar sus situación?", "¿Qué
accionista dispuesto a realizar?" Si la persona está
empezando a expresar su sufrimiento, no la interrumpo con tales preguntas, pero
por lo general siempre llega un momento en que hay que hacerlas. Creo que
una parte de mi trabajo consiste en despertar en el paciente una orientación
hacia la acción.
En el trato
con la familia, los amigos o los socios, siempre surgirán ocasiones en las que
podamos ayudarlos, si así lo queremos, transmitiéndoles esta perspectiva.
Los
terapeutas eficaces son amables pero no permiten que sus pacientes abusen de
ellos. Por ejemplo, no dejan que los llamen a cualquier hora del día o de la
noche por asuntos triviales. No admiten ser explotados en el orden económico.
Exigen que se reconozca el valor de su tiempo. No dejan de enfrentarse a un
paciente que los ha tratado con hostilidad o en forma agraviante (a menos que
se trate de una estrategia de tiempo limitado con fines
terapéuticos). Trazan líneas de demarcación y establecen límites. Como hacen
los buenos padres. Como hacen los amigos inteligentes. Como hacen las personas
que se respetan a si mismas en todos los ámbitos. Al cuidar debidamente de
sí mismos, de sus propias necesidades y de su tiempo, los terapeutas dan un
ejemplo. Dicen: así es como me trato yo, y así es como debería tratarse usted.
De ese modo no se produce ningún choque entre el egoísmo racional (honorable
respeto por los propios intereses), por un lado, y la responsabilidad
profesional, por el otro.
Esto es
importante para todos nosotros. Así como los padres autosacrificados no dan un
buen ejemplo a sus hijos ("Renuncié a mi vida por ti"), sino que sélo
les enseñan que es positivo considerarse objetos de sacrificio -lo cual tiende
a generar resentimiento, odio y sentimientos de culpa en los hijos-, del mismo
modo los amigos autosacrificados ("Mis necesidades no importan") son
una carga, y no una alegría, ni una inspiración, ni un ejemplo de cualquier
cosa positiva que deseemos aprender.
Estoy
profundamente convencido de que incluso la más indeseable de las conductas
produce en algún nivel un beneficio funcional, dentro del conocimiento y el
contexto del individuo en cuestión. Por lo tanto, deseo comprender el modelo de
sí-mismo-en-el-mundo a partir del cual obra el paciente, renunciando a la mera
descalificación de su conducta por "descabellada". Por ejemplo, los
gritos airados de una esposa, que pueden ser muy desagradables para el que los
escucha, tienen su propio, triste sentido si sabemos que no logra atraer con
ninguna otra cosa la atención de su marido, y que ignora si hay una alternativa
que quizá le daría mejores resultados.
Para repetir
un punto ya tratado anteriormente, si nos limitamos a calificar a una persona
de "corrupta", "irreflexiva", "inmoral",
etcétera, no la comprenderemos. Para comprenderla, es necesario que
conozcamos el contexto en el cual su conducta adquiere algún sentido o se
vuelve conveniente o incluso necesaria par ella, aunque objetivamente sea por
completo irracional.
En el nivel
de las relaciones personales, esto significa ayudar a una persona que se está
comportando inadecuadamente a identificar cuáles son sus motivos para hacerlo,
averiguar qué necesidades está tratando de satisfacer; en otras palabras,
proporcionar a esa persona la comprensión y la compasión que, según sugerí
antes, debemos darnos a nosotros mimos. "¿Qué
sentía usted en ese momento?", "¿Qué opciones tenia?",
"¿Qué pensaba usted que estaba diciendo esa persona contra la cual
reaccionó con tanta violencia?", "¿Cómo veía usted la
situación?" Obviamente, no podemos practicar esta política
del mismo modo con todas las personas; pero con los que amamos o realmente nos
importan -o quizás con gente que trabajamos- es una arma poderosa.
Recuerde que
el sentimiento de culpa paralizador no sirve para nada. Y con esto no quiero
decir que debe hacerse caso omiso de las actuaciones equivocadas o alentar la
amoralidad. Hay veces en que necesitamos decir: "Su conducta me resulta
completamente inaceptable", o aun: "No quiero asociarme con
usted". Pero si nuestra meta es provocar un cambio de conducta y un
aumento de la autoestima para apoyar ese cambio, la estrategia antes sugerida
es la más recomendable en muchos casos.
Una de las
características de los terapeutas eficaces, como de los mejores maestros y
entrenadores, es que saben que sus pacientes poseen mayores potencialidades que
las que ello mismos (los pacientes) pueden reconocer. "¿Usted no se
cree capaz de aprender el álgebra? Yo creo que podrá." "¿No se cree
capaz de saltar más alto? inténtelo otra vez." "¿Dice usted que no se
atreve a actuar en contra de las creencias de sus padres? Yo creo que usted es
capaz de pensar por sí mismo y responsabilizarse de su propia vida." En otras palabras, no se dejan convencer por el concepto
negativo que tiene, de sí misma, la persona. Éste es un punto de máxima
importancia.
Una vez, un
paciente dijo esto a un joven psicólogo que estudiaba conmigo: "Si usted
me preguntara cuáles son, en mi opinión, los factores más determinantes del
éxito de la terapia, pondría en primer lugar la convicción de Nathaniel de que
yo podía hacer todas las cosas que, a mi juicio, no podía hacer. Yo ni siquiera
pensaba que podría ganarme la vida haciendo algo que me gustara. Ahora lo estoy
haciendo. Jamás pude imaginarme feliz en el amor; ahora lo soy. Solía decirle a
Nathaniel que para mí no había esperanzas, y él me respondía más o menos así:
Ya lo he oído. ¿Seguimos?´"
Si deseamos
alimentar la autoestima de otra persona, hemos de relacionarnos con ella desde
nuestra concepción de lo que merece y lo que vale, proporcionándole una
experiencia de aceptación y respeto. Debemos recordar que la mayoría de
nosotros tendemos a subestimar nuestros recursos interiores, y guardar este
pensamiento en un lugar central de nuestra conciencia. Estamos más capacitados
de lo que creemos. Si tenemos presente esto, los demás podrán adquirir este
conocimiento a partir de nosotros, casi por contagio.
Podemos
aprender, por ejemplo, a escuchar la expresión de los sentimientos de una
persona, aunque esos sentimientos consistan en dudas sobre sí misma y su
seguridad. Y podemos escucharla sin ceder al impulso de sermonear o discutir,
porque comprendemos que el reconocimiento pleno y la experiencia de los propios
sentimientos indeseados es el primer paso para superarlos.
Desde luego,
a veces una persona puede hacer observaciones despectivas sobre sí misma como
una treta para que nosotros discrepemos con ella y le hagamos cumplidos.
Podemos negarnos a participar en ese juego, diciendo:
"Me pregunto cuál será el beneficio que obtiene usted maltratándose
así".
Puede
resultar muy difícil seguir creyendo en otra persona si ella no cree en sí
misma. Sin embargo, uno de los más grandes regalos que podemos hacerle a
alguien es nuestra negativa a aceptar su pobre concepto de sí mismo,
zambulléndonos en su interior hasta llegar al sí-mismo más profundo y más
intenso, aunque sólo se trate de una potencialidad.
Quizá nunca lo consigamos. Lo único que podemos hacer es intentarlo. Lo óptimo
seria que pudiéramos sacar a la luz lo mejor que yace oculto en el interior de
una persona, pero como mínimo, podremos fortalecer lo mejor que hay dentro de
nosotros mismos.
Por último,
cualquiera que sea nuestra capacidad de ser racionales, coherentes y firmes en
nuestro trato con la gente, les presentaremos una impresión inteligible y
comprensible de la realidad (y todo psicoterapeuta competente, como todo ser
humano que se respete a sí mismo, se esfuerza por ofrecer esta cordura en sus
interacciones). Al obrar así, le estamos diciendo: su mente es apta para
tratar conmigo; no le ofrezco una impresión abrumadora y contradictoria de la
realidad, que podría dejarlo confundido, impotente y desanimado.
Y si somos
racionales y coherentes, por supuesto que nuestra autoestima saldrá
beneficiada.
FUENTE: Inteligencia
emocional.
Ramon Gamero. Terapeuta holistico (cita previa 650 91 73 64)
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